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Notas de opinión

Notas de opinión

Acerca de los escritores

Por Norma Segades - Manias

Quizás por aquello de que las antinomias forman parte de el atroz encanto de ser argentinos, la mayoría de los escritores santafesinos aún no han sido capaces de conformar listados de referentes intelectuales pertenecientes a nuestro pasado cultural –enrolados en una o en otra corriente de expresión- que no resulten controversiales o polémicos. Y si nosotros no somos capaces de una apertura mental acorde con nuestra misión, esperar que algún subalterno o autoridad circunstancial del área decida involucrarse, no ya con el pasado sino con la precariedad del presente, puede devenir en la publicación de una serie de fascículos tediosos, vagos e imprecisos –como los que publicara no hace mucho tiempo nuestro vespertino-, que, además de infructuosos, además de efímeros, resultan insuficientes y fragmentarios. Es decir, que termina siendo solamente una mirada arbitraria sobre lo que hacen algunos escritores en un territorio donde los espacios geográficos son tan amplios, como mezquinos, escasos, reducidos, limitados, los culturales.
Porque cuando estas cuestiones de escudriñamiento, de manipulaciones exploratorias se manejan con la despreocupación o la negligencia a la que estamos tan acostumbrados, la injusta distribución de los escaparates intelectuales no es más que el resultante de actitudes profundamente humanas; y las oportunidades de acceder a ellos a través de los organismos oficiales disminuyen hasta terminar en la manifestación de hechos como los que señalábamos en el comienzo. Terminan convirtiéndose en sectores protegidos, áreas consagradas donde se prioriza, como nivel de admisión, la consubstanciación ideológica de determinados autores con ciertas instituciones y la pertenencia de los mismos al círculo más íntimo del conocimiento o, al menos, de las vinculaciones amigables establecidas, en ocasiones, ni siquiera con los ocasionales funcionarios sino con algunos empleados de las secretarías acreditadas.
Como consecuencia inmediata, los argentinos terminamos ignorando quiénes somos, dónde estamos y qué hacemos. Porque son muy pocos quienes llegan a compartir su pensamiento a través de publicaciones predestinadas a extinguirse, por falta de circulación, en las inmediaciones de las editoriales. Y porque además, es legítimo y honesto reconocerlo, no todo lo publicado en las exiguas tiradas costeadas por sus autores ha llegado a esa instancia como reconocimiento a ciertos imprescindibles méritos intelectuales que legitiman el patrimonio entrañable de una ciudad, de una provincia o de una nación.
Proceder a revisar la actualidad literaria argentina no puede sino llenarnos de temores cuando sabemos que, por proyección de una realidad socio – cultural como la descripta, dicha tarea habrá de emerger necesaria, aunque involuntariamente, fragmentada; restringida a las publicaciones que llegan a nuestra mesa de trabajo a través de los más inexplicables canales de comunicación; desde el convencimiento de su insuficiencia para revelar un panorama literario que se presiente tan vasto como su desamparo, su postergación y su ostracismo; además de su descalificación como modelos, arquetipos, ejemplos destacables o, al menos descollantes, por sobre otras muchas otras obras que desconocemos.
Y todo esto sin entrar a considerar, por evidente, la circunstancia de que ninguna mirada, ningún examen clasificatorio o seleccionador puede abandonar, aún desde su más afamada integridad, cierta subjetividad estética que también termina siendo, por ende, arbitraria.
Es que, al parecer, la historia nos está reclamando una nueva actitud, nos está presentando un nuevo desafío, nos está obligando a analizar, a imaginar, a soñar, pero también a elaborar proyectos culturales claros. Nos está exigiendo que levantemos la frente de entre las ruinas, que afrontemos la adversidad con entereza, que ericemos esta especie de resistencia trasnochada que nos caracteriza, pero ya no desde el individualismo sino desde una discusión conjunta, desde un debate colectivo, desde un convencimiento social acerca de la dignidad, acerca del alcance, acerca del sentido de nuestra misión.
Porque ante esta especie de anarquía cultural, no resulta extraño que los hacedores proliferen como los hongos después de la lluvia, se multipliquen empecinadamente, autofinancien sus publicaciones, editen en forma artesanal, promocionen el pensamiento a través del obsequio de hojas o cuadernillos o revistas subvencionadas por particulares, acondicionen propiedades que ofician como centros de exposición, como puntos de encuentro, como lugares de reunión alejados de los círculos académicos y los entornos oficiales, en un intento vano por superar tanta negligencia, tanta postergación, tanta despreocupación ociosa, en un intento entusiasta por devolverle al pueblo ese legado legítimo que tantos años de oscurantismo parecen haber sepultado en el olvido. Y eso no es heroísmo sino, simplemente, una postura de resistencia a la desesperanza.
Porque hace ya demasiado tiempo que los funcionarios se ocultan detrás de subterfugios financieros para eludir sus responsabilidades. Hace ya demasiado tiempo que declaman disculpas, enarbolan justificaciones, establecen coartadas, en una insustancial pretensión de asumir su función como meramente administrativa, desentendiéndose de los verdaderos compromisos culturales. Hace ya demasiado tiempo que se empeñan en ignorar que tanto la cultura como la educación son las herramientas adecuadas, los instrumentos precisos para transformar esta sociedad en esta coyuntura histórica en que nos ha tocado en suerte nacer, vivir, soñar. Y sin un auténtico compromiso, todo esfuerzo individual, por encomiable que sea, termina paralizado entre las limitaciones a las que nos expone el voluntarismo.
Pero todo cambio, toda metamorfosis, es revolucionaria y evolutiva. Es un parto. Hay que pujar desde lo más profundo, siempre resulta doloroso y nadie puede sustituirnos en el protagonismo. Por eso, para que estas palabras no tengan el destino de los comentarios ociosos, para que podamos regresar, como pueblo, al lugar del que permitimos se nos desterrara por confusión, desidia o negligencia, somos nosotros, los ciudadanos con inquietudes, quienes debemos dar a luz una nueva proyección de cultura basada en proyectos serios, comprometidos, responsables pero, además, en su resguardo, en su protección, en su custodia.
Y esto no significa desconocer que cualquier persona razonable se acobardaría ante la trascendencia del servicio sino recordar las palabras de Bernard Shaw: "Los hombres razonables se adaptan al mundo con facilidad; los que no lo son, pretenden que el mundo se adapte a ellos. Por eso, el progreso del mundo depende siempre de los hombres no razonables".

Acerca de la lectura

Por Norma Segades - Manias 

“…no hay peor violencia cultural que el embrutecimiento que se produce cuando no se lee.”
Mempo Giardinelli


El vergonzoso producto cultural reproducido por la televisión a través de sus programas de mayor audiencia expone sin ambigüedades la media cultural argentina a los ojos del mundo. Resulta evidente que, en alguna encrucijada del camino, el país prefirió abandonar su protagonismo lector para aceptar el rol de espectador cómplice sentenciado a legitimar, desde una confortable y mullida platea, toda la ignorancia, la chatura, la vehemente inmediatez por donde transita sus cotidianidades la mayoría de la población. Un tiempo histórico en el que aceptó convertirse en este engendro constituido por altas dosis de impertinencia, desconcierto, ignorancia, descuido, improvisación, oportunismo, inmoralidad, piratería e indiscreciones mediáticas. Y, a la sazón, el que una vez fue el ejemplo latinoamericano, abandonó su actuación de patria entregada a la maravillosa posibilidad del conocimiento, de la evolución, del desarrollo intelectual que aporta la lectura.
Y la lectura es salvífica, bienhechora, libertaria. Muchos escritores de renombre están en condiciones de brindar testimonio sobre su redención intelectual por misericordia de la ilustración, el equilibrio, la espiritualidad, la presencia y permanencia de los clásicos en lejanos rituales de lectura que no solamente los engrandecieron, sino que los dignificaron.
Por eso, basta con prestar atención a la expresión corriente, a los giros habituales, al vocabulario popular, para percibir que el idioma se encuentra en clara situación de riesgo por la ausencia de modelos textuales. Ante cualquier sondeo de opinión, ante cualquier demanda de respuesta precisa, queda al descubierto el desamparo, el aislamiento, la incomunicación en los que ha naufragado la normativa lingüística.
Ocurre que la decadencia engendrada en la falta de paradigmas lectores entorpece, obstaculiza el crecimiento, la evolución, el desarrollo personal y social; favorece las improvisaciones y permite que se extienda la ineficiencia, el oscurantismo, la incapacidad de suscribir a una línea de pensamiento inspirada en idearios claros y estrategias específicas.
Entonces, resulta imperioso priorizar la lectura como bien social; como escenario propicio para batallar por la reconquista de la observancia, el aprecio, el respeto por un idioma prestigiado como el nuestro; como territorio legado donde resulte posible reconstruir las históricas alianzas rubricadas entre los libros y la inteligencia, o como continente renovado donde la población pueda atreverse a asumir la conciencia de sus actos en la modificación de conductas negligentes que consintieron el latrocinio educativo pero, sobre todo, como espacio conveniente para comenzar a tensar la urdimbre de un nuevo tejido social desde los reivindicativos telares del pensamiento.
Y en este punto de ruptura, de desgarramiento social o resquebrajamiento cultural al que se arriba por falta de responsabilidad en el cumplimiento de cada función, representación o mandato, parece imprescindible detenerse a reflexionar, a realizar un profundo examen de conciencia que revele los pecados de despreocupación, imprevisión o negligencia que permitieron la inmovilidad, la irresolución de la crisis educativa que hoy agobia a un país aparentemente sumido en el cansancio y la impotencia, pero obstinadamente aferrado a la esperanza.
Quizás haya llegado la hora del compromiso social, intelectual y político. La hora de un compromiso que comience a distanciarse de los acostumbrados discursos declamatorios para aproximarse a proyectos verdaderos, a empresas conjuntas, a programas pensados, a misiones realizables.
Lo humano no consiste en decir sino en hacer. Del hacer es de donde nace el compromiso. Porque, como dice Albert Camus, “es vano llorar por el espíritu; basta con trabajar con él.”